Rolando Jiménez, la garrapata útil
Que
Rolando Jiménez se esté candidateando a diputado no me extraña ni tampoco me asombra
que lo haga con el PRO. Se ha
cambiado tantas veces de partido político como para darnos cuenta qué es lo que
quiere realmente nuestro pequeño candidato homosexual. No es mi carente empatía
ni mi subjetiva opinión. Rolando Jiménez encarna lo que no se quiere en
movimientos sociales y son estos mismos quienes lo critican, desde distintos
ángulos, al igual que yo. Como si estuviera muerto y su cadáver permaneciera en
la plaza pública, la gente dice lo mal que huele, lo putrefacto que se vuelve,
cada día peor. Patalea cuando le hablan de prostitución, pedofilia y disidencia
sexual. No quiere dejar de mirar hacia arriba. Se irrita fácilmente cuando se
le vinculan temas tanto y más políticos que un sillón del parlamento, ya que ha
trabajado duramente en blanquearse la imagen para poder pertenecer al lugar
donde se está posicionando ahora. Necesita desinfectarse o, al menos, parecer
limpio y reluciente como acostumbra la clase política en su doble moral. No le
conviene ligarse a luchas tan peligrosamente feministas como el aborto. Sabe
que sosteniendo la bonita petición de un matrimonio homosexual puede llegar a
ser lo suficientemente progresista para poder compartir piso con los que sigan
decidiendo sin preguntarnos nunca nada. Como si fuera una garrapata, Rolando
Jiménez continuará succionando de esos perros que muy bien saben lo conveniente
de albergar ciertos paracitos. Es útil para el poder mantener al vocero del
condescendiente Movilh y darle toda
la tribuna necesaria. Es útil, incluso para el ala más conservadora de ese
poder, que nuestro pequeño aspirante a diputado encabece las supuestas demandas
del actual movimiento homosexual chileno. Como si fuera el empleado estrella,
siempre tan útil en el orden y la limpieza.
Hablar
de homosexualidad en Chile -y ya es la tónica en todo el mundo occidentalizado-
es hablar de un triunfo del capitalismo. Seguir individualizando en cientos de
partes cada movimiento social ha sido siempre ese amenazante triunfo fálico y
neoliberal. Rolando Jiménez no lo hace nada de mal. Al igual que Pablo
Simonetti, se ha encargado de enmarcar bastante bien lo que supuestamente debe
preocuparle a su tropa de homosexuales obedientes. Levantar pancartas
pro-familia y a cambio recibir lastimeras propuestas que de algo puedan servir
a su debilucha organización y así seguir encabezando desfiles gay, muy
pacíficos y familiares, en el centro de la ciudad. Como si en secreto admirara
al presidente de Iguales, la garrapata Jiménez ya no habla de su gusto por
jovencitos, sino, más bien, de lo correcto en una familia homosexual, acomodada
y muy satisfecha. Pablo Simonetti es el gay perfecto para las aspiraciones de
Rolando Jiménez. Ambos son el modelo ideal para “avanzar en temas valóricos”.
No interrumpen más que la calma de algún ultraconservador cristiano y sólo
quieren lo mejor para la nación. Como si fuera su amor platónico. Como si lo
envidiara profundamente. Como si Rolando Jiménez quisiera hasta el mismo calce
de zapatos de Pablo Simonetti. El adinerado y el pobre. La dama y el vagabundo
del movimiento homosexual.
Rolando
Jiménez no sólo la tiene chica, sino que también sufre mucho por esa diminuta
supuesta masculinidad que le cuelga. Como si quisiera penetrar el universo y de
pura impotencia al no poder, patalea cada vez que se mira en un espejo. Quiere
tener el mismo pene de Pablo Simonetti y como él poder meterlo en el palacio
presidencial, en las universidades, en más partidos políticos, la tele, la
radio, más aún en cada revista del país, metérselo al Mums, a la Codisex -en
cada culo universitario de tanto jovencito pensante ojalá, piensa Jiménez -,
metérselo sacárselo metérselo fuerte con rabia hasta a las travestis para que
no hablen más y sobre todo a Iguales. A Pablo Simonetti abrirle las piernas.
Pero la tiene chica y para la garrapata Jiménez el tamaño es importante no sólo
para meterlo, sino que también para validarse frente a sus oponentes y
seguidores. Sin pene no es hombre -porque para él sigue siendo un tema genital-
y sin un pene enorme no es tan hombre como para competir en los juegos del
poder, donde hasta las mujeres deben inventarse un falo gigantesco para poder
lidiar con esa vigorosa masculinidad que tanto aspira su clase política.
La
gente que lo quiere es mínima. Rolando Jiménez se ha encargado de acumular
mucho odio en quienes lo han conocido a lo largo de la historia del movimiento
homosexual chileno. Lo han acusado de haberse robado el Movilh, de un oportunismo avasallador, de tener prácticas mafiosas;
me han contado que ha amenazado a gente y que, incluso, ha mandado a golpear a
ciertas personas que a él no le simpatizan. Me han contado tantas cosas
fraudulentas de él que más allá de darle credibilidad y buscar pruebas, me
hacen reflexionar sobre los reales intereses de la garrapata –como le dicen
estos históricos del movimiento homosexual- para atreverse a resistir tanta
mala fama en medio de tanta pataleta que se le ha visto cuando desaparecen las
cámaras. Y no es un interés social: Rolando Jiménez tiene muy claro que debe
mantenerse al margen de luchas sociales que lo pueden alejar de los privilegios
políticos que ha ganado, sabe muy bien que debe seguir limpiándose y tratar de
ser como su amor platónico Simonetti. Debe sacarse toda huella de pobreza y
moldearse los deseos, sino, no podrá volver nunca más a sonreír en una cámara
de diputados ni aplaudirle, si quiera, al presidente de turno en el congreso
nacional. Alejándose de las juventudes disidentes, del feminismo pro aborto, de
lxs transexuales radicales… alejándose de la enorme cantidad de gente que ya no
le cree nada y aislándose en su blindado grupo de homosexuales condescendientes
marchar bajo la sombra de la fundación Iguales, los que amenazan, por ser ABC1, quitarle el trono al pequeño
Jiménez. Y va a llegar el día en que se dé cuenta que las votaciones no le
sirvieron para un sillón en el parlamento y hará otra pataleta y llamara a la
prensa y como de costumbre sabrá victimizarse y decir que no ganó por
homofobia, usando la muy útil discriminación para nuevamente quedar como el
icono gay contemporáneo, ese gay que lame botas fascistas de rodilla y con el
culo al aire, de reojo mirando los zapatos carísimos de Simonetti que tanto
envidia y desea a la vez, sintiendo el ardor en su diminuto pene que ya no
soporta más tanta humillación por tan pequeño, por tan miserable y justo en el
rostro principal del movimiento homosexual, ese movimiento que sólo sabe girar
entorno al falo y su tamaño y su capacidad de seguir erectandose para alcanzar
algún día a ocupar el mismo sitio privilegiado que alguna vez soñó en su camita
del barrio bajo de Santiago, cuando aun era un piojito que se atrevía a desear
con honestidad las carnes tiernas y no le olía a cadáver todo lo que hoy ya se
pudre en su supuesta muerte.
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