40 golpes en el ano



19 de Septiembre, 
Santiago de Chile. 2013 


15:35 hrs:

Sargento habla muy rápido y a veces no alcanzo a entender sus órdenes. Tiene las piernas tan gruesas que sólo me importa mirárselas. Mientras él prepara la habitación, desenreda las cuerdas, elige la música –siempre los mismos pianos furiosos- y pone la colchoneta justo bajo el sol que entra por la ventanilla, yo me imagino atrapado entre sus muslos sin poder respirar. No me deja levantar la mirada. Sus botas negras están sucias. Son parecidas a las que se exhiben en la tele ahora. Sargento dice que odia las fiestas patrias y, más aún, la Parada Militar. Le gusta, sin embargo, dejar puesto algún canal con ese uniformado espectáculo en mute mientras me amarra de boca al suelo con las manos cruzadas a mi espalda, fuerte, tensas, ásperas cortándome la circulación de la sangre. Los pies no me los amarra esta vez. Dice que me llevará al cerro. “Quiero que te canses caminando esta tarde”. Sólo me deja puesto el calzoncillo. “Antes de salir quiero que me muerdas las botas”. Sargento sabe que yo le obedezco sin dudar. Sabe que me gusta morder lo que él me ordene. Sus botas huelen a tierra seca y pasto. Están calientes. Cuando le hundo mis dientes el olor a cuero parece expandirse por toda la habitación y Sargento me agarra del pelo para subirme la cara a sus rodillas. Sus rodillas. Yo me quedaría toda la vida mirando sus rodillas. La musculatura que se le divide a partir de las rodillas y se expande en sus muslos tan duros, tan amplios, con la cantidad perfecta de vellos para acariciar mi cara con esa suavidad madura, fibrosa. Tiene puesto el mismo calzoncillo de anoche y su bulto aun duerme. No me permite mirar más arriba de su ombligo. Con la mano, tirando de mi pelo, me ubica la cara entre sus dos piernas, a la altura de sus rodillas, presionándome como un cascanueces. Quizás no use toda su fuerza para presionarme la cabeza. Yo creo que todo lo que me hace es a medias. Si usara toda su fuerza, yo estaría asfixiado, reventado, dislocado. A veces pienso que una bella forma de morir seria bajo la fuerza desmedida de Sargento.
Tengo la cara caliente. No siento mis manos. Sargento me lanza a la colchoneta, me escupe desde su altura que aún no puedo mirar. El plástico de la colchoneta es una goma hirviendo. El sol me termina por calentar la espalda completa. La viscosidad de su saliva es deliciosa cuando cae de esa altura. Se me queda justo en la nuca, un tanto deslizada hacia la parte derecha de mi cuello, tibia. Yo sigo de boca al suelo y sólo veo sus botas avanzar al televisor. Cambia los canales. Creo que hace un zapping veloz, pero siempre es el mismo desfile militar. “Así mismo quiero verte caminar por el cerro, Camilito”.




19:00 hrs:

Me mantuvo amarrado a un árbol. Él quería verme abrazado al tronco, inmovilizado, justo bajo los últimos rayos del sol. Siempre el sol. Yo le quise preguntar por qué el sol, pero se enoja cuando le cuestiono sus métodos de tortura. Sargento vestido sólo con sus botas y un pantalón corto negro, tomó la rama más gruesa del suelo y la empuñó como si fuese a depender su vida de ella. Me dijo que serían 40 golpes en el ano porque es lo que ha deseado toda la semana luego de ver televisión. Él sabe que no es un experto en amarras y que apenas logra formular torturas, pero también sabe que me gusta cuando se equivoca, que la falla de nuestra practica lo hace todo aún más estimulante. Vuelve a cortarme la circulación de la sangre. A mí me gusta no sentir las extremidades y parecer un tronco adherido a otro tronco. Haber caminado descalzo el cerro, durante 40 minutos, esposado por Sargento, me hizo desear el árbol y todo lo que implicara estar abrazado a su tronco. “Siempre 40; todo es 40”, me decía mientras caminábamos, casi trotando, y yo le miraba sus pasos, el ritmo de sus botas sobre la tierra y la fuerza con la que el polvo escapaba. “Este es nuestro desfile, Camilo”.
Sólo era permanecer juntos. Sargento improvisaba, quizás, cada idea para permanecer conmigo porque siempre ha odiado el 19 tanto como el 18 y tal vez, al igual que yo, Septiembre completo le despierta la rabia. Entonces sabe que tenemos en común el resentimiento y a mí me gusta que me haga todo eso que más de alguna vez ha mirado en el porno militar de  internet. Me habló del 11 en su familia. Estaba hastiado de tanta memoria. Me contó que sus padres ponían todos los documentales, todas las series que recordaran el 11 y así el resto de la semana. Que los almuerzos fueron los más densos del año y que una extraña sensación de rabia y burla no lo dejaban escuchar cada relato de quiénes sí vivieron el Golpe. Porque Sargento sólo era un escolar demasiado tímido durante esos años y nunca supo tanto hasta que se dedicó a ver televisión estos días.
“Uno”. Sargento en el fondo me cuida. “Dos”. La rama se sentía muy suave hasta el cuarto golpe… “Cinco. Seis. Siete. Ocho. Nueve. Diez.” Cuando dijo once preferí cerrar los ojos y pegar mi cara al tronco. El sol ya era un suave tinte rosa y el culo me ardía sobre todo en el centro, a la entrada, justo antes de volverse una boca succionadora. Inevitablemente se me cruzaron por la cabeza las imágenes uniformadas del cine norteamericano con las documentales en blanco y negro del Palacio de la Moneda. Se me cruzaban el sonido de los trotes militares y el choque de la rama en mi carne. La respiración eufórica de Sargento y mis quejidos involuntarios no me dejaron oír su cuenta hasta el treintaidos. Entonces cambió de instrumento. “Lo que importa es el golpe, Camilito; que sean 40, nada más”. Quise ver cómo lo sacaba de su pantalón, pero me agarró la cabeza con su enorme mano y me la apegó aún más al tronco. Lo metió despacio. Dejó que se me abriera en vez de abrirme a la fuerza como acostumbra. Lo sacó y oí que escupió un par de veces. Lo volvió a meter, pero sin suavidad. Era una rasgadura en mi ano. La entrada, el centro y lo que sigue un poco antes del inicio del intestino era una rasgadura. Estaba latiendo adentro mío y contaba con su boca en mi oreja izquierda. “Treintaitres. Treintaicuatro. Treintaicinco”. Los últimos cinco golpes fueron con toda su fuerza. Sus muslos me presionaban contra el árbol y por dentro era un furioso océano viscoso. Imaginé a Sargento entrando entero, partiéndome el cuerpo en dos, hasta cuando dijo cuarenta, con la voz ya cansada, babeándome la oreja, el cuello y lo sentí caer sobre la tierra. Una hilera tibia no dejaba de chorrear entre mis piernas. 



00:15 hrs:

Tengo la tele encendida, pero en mute. El noticiero de medianoche acaba de pasar las parrilladas que aún quedan en Santiago. El país continúa borracho y cambio el canal. “A 40 años del Golpe” dice y prefiero apagarla. El Skype está demasiado inactivo estas fechas. Mi página porno preferida es la mejor opción antes de dormir. Reviso mi mail por si algún cliente no quiere celebrar como el resto, pero la familia es la justificación perfecta para intentar un patriotismo estos días, así que no hay nada nuevo en mi bandeja de entrada. Hago click en el video “Military sucker”. Ojalá Sargento me vuelva a llamar mañana.






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